Los gobiernos de Néstor Kirchner y Luiz Inacio Lula da Silva transitan por el cuarto año de sus mandatos. Un tiempo suficiente como para comenzar a evaluar los caminos adoptados y, muy en particular, el sentido profundo de la instalación de gobiernos progresistas en buena parte de los países del continente. Pese a las diferentes coyunturas que los llevaron al gobierno -una crisis societal profunda en Argentina, el desgaste del equipo socialdemócrata en Brasil-, y los distintos discursos que enarbolan, las similitudes de las orientaciones por las que optaron los dos principales países sudamericanos son asombrosas.
Un reciente informe del Instituto de Estudios y Formación de la CTA (central de trabajadores) para Argentina, establece que entre 2001 y 2005 los asalariados, informales y desocupados que reciben subsidios pasaron de percibir el 25,4% del PBI a sólo el 22,3%. Incluyendo a los jubilados, la tendencia se profundiza: el conjunto de los sectores populares percibía, en 2001, el 32,5% del PBI, descendiendo en 2005 a 26,7%. Esas diferencias son mayores aún si se analiza la evolución del consumo, ya que el consumo de los sectores más acomodados (que representan sólo el 3,8% de la población económicamente activa) pasó de representar el 54,2% al 56,2% en ese período.
El citado informe concluye que luego del “brutal ajuste de ingresos producido en el 2002”, la recuperación de los años siguientes (los del gobierno de Kirchner), no permite “volver a la situación existente en el año 20001”, pero tampoco supone “alteración en la composición estructural del consumo”. En la medida que no se han registrado cambios en los patrones de distribución ni de consumo, concluye que “el patrón de desigualdad que construyera la experiencia neoliberal no se ha alterado”.
En Brasil el panorama es similar. El último Informe sobre la Riqueza en el Mundo, elaborado por Merril Lynch y Capgemini, sostiene que el número de ricos en el mundo creció, en 2005, un 6,5% (Estado de Sao Paulo, 21 de junio de 2006). En América Latina el porcentaje es superior, alcanzando un 9,7%. Pero Brasil fue uno de los mejores países del mundo para los ricos: crecieron un 11,3%. En el mismo año los bancos brasileños obtuvieron las mayores ganancias en su historia, alcanzando hasta el 60% respecto a 2004. En suma, la concentración de la riqueza es uno de los signos de la “nueva gobernabilidad” sobre la que se asientan los gobiernos progresistas.
En sintonía con las estrategias del Banco Mundial, se abandonó la política de redistribución de la riqueza y en su lugar se profundizan las destinadas a “combatir“ la pobreza. En Argentina siguen siendo dos millones de personas las que reciben diversos “planes” (subsidios) a razón de 50 dólares por beneficiario. Los datos son alucinantes: a comienzos de 2005 había 75.000 personas que recibían seguro de desempleo (activos que perdieron su trabajo), pero en esa misma fecha eran 2.010.000 los que percibían los planes Jefes y Jefas de Hogar y Manos a la Obra. En suma, más del 95% de los desocupados son personas que no tienen la menor relación con el mercado formal de trabajo y ya no entran siquiera en la categoría tradicional de desocupados.
En Brasil el plan Bolsa Familia atiende a casi 9 millones de familias pobres, o sea algo más de 30 millones de personas en un país de unos 180 millones de habitantes. Se estima que el programa llega al 77% de las familias pobres con ingresos inferiores a 100 reales (unos 45 dólares), que son en total 11 millones, y que el 49% de los beneficiados viven en el Nordeste. En Argentina, los beneficiaron de los subsidios estatales viven en su inmensa mayoría en el cordón de Buenos Aires, salpicado por los esqueletos de cientos de fábricas cerradas.
Ya se trate del Nordeste o del cinturón de Buenos Aires, la relación que establece el Estado con los más pobres de la sociedad es la misma: se asegura una clientela estable, no organizada ni conflictiva sino pasiva y agradecida, a la vez que alimenta una camada de gestores -formales o informales, tanto da- que actúan como intermediarios entre los pobres atomizados y el Estado.
No por casualidad el cinturón de Buenos Aires ha sido el que le ha asegurado la gobernabilidad a la década neoliberal de Carlos Menem. Cuando la desindustrialización vació los sindicatos y los neutralizó como mecanismos de control social, los poderosos implementaron los subsidios manejados por alcaldes y gobernadores y una amplia red de caudillos (“punteros”) locales, que actúan de forma vertical y apelando a la violencia, que son una de las claves de la cooptación y división del movimiento social. Menem, y ahora Kirchner, son electoralmente imbatibles en la periferia de la capital que concentra al 40% del electorado. En cuanto a Brasil, es en el Nordeste -que hasta ahora fue un enclave de caudillos de la derecha- donde el gobierno Lula recibe su mayor nivel de aprobación: 55% frente al 29% en el Sudeste, la región donde nació el Partido de los Trabajadores y donde tuvo, hasta las elecciones de 2002, su mayor arraigo.
Concentración de riqueza, arriba; control de los pobres no organizados a través de subsidios, abajo. Las llamadas clases medias, o sea los obreros y los empleados, pagan en buena medida los costos de los subsidios de los más pobres y también el escandaloso aumento de la riqueza de los más ricos. Este es uno de los ejes centrales de la nueva gobernabilidad, pero no el único. El otro es la relegitimación de los estados gracias a la apropiación de banderas históricas de las izquierdas y los movimientos (derechos humanos, igualdad en abstracto, etc.) y sobre todo un discurso -apenas un discurso- que no ataca los problemas fundamentales pero que consigue dividir a los sectores populares. El Estado que está emergiendo de la gobernabilidad progresista parece más estable, legitimado y potente que el de la década neoliberal. Pero puede, por eso, ser más temible para los de abajo.
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